Estamos en un pueblo tórrido, pequeño, que parece un dato frágil y azaroso en medio de la vasta selva circundante. No necesita llamarse Macondo ni de ningún otro modo para dejar establecido que es Latinoamérica profunda, alejada de las capitales. Empobrecida, poblada de chismes. Marcada por las jerarquías, aunque el rico viva en una casa tan desvencijada como la del pobre... bien que provista de comida, de un aparato de radio y de algunos otros cachivaches que hacen la gran diferencia. La escenografía, que no deja un solo detalle librado al azar, tiene el mérito de canalizar todas estas piezas de información sin pasarle nunca por encima al drama. En ese pueblo vive el coronel (Fernando Luján, inolvidable). O más que vivir, espera. Hace casi treinta años que este hombre mayor espera la pensión de guerra que le prometió el gobierno. Luchó contra la curia, peleó por la revolución, y es una víctima del gobierno "revolucionario". Su mujer (Marisa Paredes, muy intensa) también espera. Todos los viernes protagonizan un ritual. Ella le dice "te toca". Y el coronel va puntualmente al muelle a la hora en que se aproxima la lancha postal, y sigue al cartero hasta la oficina de correo del pueblito. Pero no hay carta para él. La ceremonia, enormemente triste, no se limita a conmover (debuta a poco de iniciado el film, al que después irá puntuando a modo de leit-motiv). También sugiere que la pensión no va a llegar. Y al coronel se le están acabando los víveres. La espera angustia, desespera. La espera hará crecer hasta el paroxismo la sensación de que el dinero también es la medida de la dignidad de las personas. Este dato tan dramático de la actualidad encierra buena parte de la fuerza trágica de la película. Por cierto que hay más. Al coronel y a su esposa les mataron a Agustín, su único hijo. Fue hace poco y les cuesta dejar de llorarlo. Lo asesinaron durante una riña de gallos, se sabe, aunque las circunstancias no terminan de aclararse: ¿fue por un asunto de polleras (y ahí está Salma Hayek, que las vuelve a lucir en calidad de puta tierna y compasiva), por cuestiones de política o por algo relativo a los gallos y las apuestas? Los apuros económicos, el duelo por el hijo muerto y esta intriga punzante harán del coronel y su mujer lo más parecido a unos padres huérfanos. No se crea, sin embargo, que todo es desolación o que la tristeza, como un golpe, se apodera del relato. No. El coronel y Lola se prodigan un amor enorme. Ese amor se nota y parece suficiente para dar pelea. ¿Pero alcanza? El coronel no tiene quien le escriba despliega ese interrogante con inusitada fuerza. Nace como una tragedia, crece como un drama, se enreda en una insuperable maraña de penurias y se desenreda... para volver a comenzar.
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